viernes, 30 de octubre de 2020

Más amigos como Miguel

     Nada más abrir la antología poética de Miguel Hernández, lo primero que me encuentro, justo en la mitad del libro, es su 'Elegía' a Ramón Sijé, su amigo. Aquello de: yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano, que nos viene a la cabeza, que todos hemos leído alguna vez, que es raíz, esencia, de nuestra literatura, nuestra cultura. Quiero pensar que no es casualidad, cuando abro la antología de Miguel -lo tuteo, pues lo siento cercano-, encontrarme con esa 'Elegía' así, de primeras; quiero pensar que no es casualidad. No porque hoy se cumplan 110 años del nacimiento del poeta -que también-, sino porque llevo toda la semana dando vueltas a una idea que vi el otro día por Twitter, y que tiene que ver con la amistad.

Algunos quizá sepáis de la profunda amistad entre Hernández y Vicente Aleixandre. Velintonia, la casa del Nobel, sirvió como refugió para el poeta de Orihuela, cuando este probó suerte en Madrid. Velintonia, quizá algunos también lo sepáis, que es la casa de la poesía y fue, sigue siendo -pese al político de turno al que le pese-, la casa, también, de la amistad. Porque allí Aleixandre los reunía a todos: Federico, Cernuda, Altolaguirre, Dámaso... Y Aleixandre, achacado de una enfermedad que le dio dolor toda su vida, siempre apreció la pluma, y lo mejor, la persona, el ser humano que era Miguel Hernández. De hecho, el de Orihuela solía llevarle a Aleixandre naranjas de su tierra. Conocen bien esta historia los Amigos de Vicente Aleixandre, la asociación que lleva 25 años, algo más, luchando por recuperar Velintonia, la casa del Nobel, maltratada por la dejadez política, por calificarlo de algún modo -y con esto, hablando de Velintonia, algunos dirán que me repito, pero merece la pena, siempre-. Fue la asociación la que hace unos días recuperó un testimonio impactante de Vicente Aleixandre hablando sobre su amigo "Miguelillo" -así le llamaba a Miguel Hernández en sus cartas, que se recogen en el libro 'De Nobel a Novel', y que me regaló mi buen amigo el 'poeta de andar por casa', Luis Miguel González Calle-. Si podéis, vedlo, lo dejo en enlace, porque es un testimonio de amistad pura, necesaria más que nunca.

En estos tiempos recios y de nubarrones, donde el coronavirus, y peor, aquellos que hacen un mal uso de la política, nos tienen entre la espada y la pared, yo quisiera más amigos, más personas, como Miguel Hernández: humilde, comprometido, ético -algo que le costó, cuentan, los feos de Federico (García Lorca)-. A mí, como al poeta de Orihuela, se me agrupa últimamente tanto dolor en mi costado, que por dolerme, me duele hasta el aliento, cómo no: tras la mascarilla.

domingo, 18 de octubre de 2020

La pecera

     Echar de menos es como un pez en una pecera, algo de agua y un cristal, con motas de polvo; una pecera apartada en un rincón del salón de una casa. Echar de menos es eso: un olvido que se guarda, que permanece siempre por encima de nuestra rutina, nuestros altibajos, nuestro miedo. Echar de menos es la patria, el país al que volvemos de un exilio.

Cuando siento angustia en la ciudad, cuando camino por la calle sin nombre pero con cartera, soy el desconocido. Quizá un loco o un repartido de propaganda. Bar El Desengaño: buena comida, mejores cóckteles, algo de felicidad. Ojalá fuera todo así para vivir, no sé si mejor, pero más feliz por mi ignorancia que por mis hallazgos. Cuando me inunda la desazón de mi tiempo, cuando la vida llueve por inercia más que por el peso de sus días, entonces vuelvo atrás. Rebobino las pistas de mi memoria y echo de menos. Regreso al pueblo, al niño que una vez soñó desde el banco del fracaso, una mañana de recreo, besar a la chica del último curso, la popular, la que fumaba un piti a la salida del instituto y compartía risas con sus colegas y sus chupas de cuero. Cuando me inunda la desazón vuelvo a ese niño de trece años que vivía en el pueblo. Para saber quién soy, quién quiero ser, hago refugio en mis recuerdos.

Mi infancia en el pueblo, mi adolescencia, me pertenecen como el agua a la pecera, como el pez a su hábitat. Había días de lluvia al calor de un brasero. Los sábados felices en casa de los abuelos, unas migas recién hechas, recién puesta la mesa, y un gato llamado Mateo entre las piernas, maullando desde el sonido de la infancia.

Los lunes en el pueblo eran agua corriendo calle abajo, piedra abajo, hasta desembocar en una alcantarilla. El olor de la leña en algunas casas, el frío en las manos camino del instituto, el dolor de los nudillos, de las uñas –rojas como brasas-, el alivio del bolsillo que da a tus dedos cobijo. Los lunes los recuerdo con el sonido del timbre del reloj, y llegar justo a tiempo a la primera clase, con los ojos aún dormidos, y la cabeza en pensamientos que poco tenían que ver con las raíces cuadradas, el matemático Gauss o las lecciones de Historia. Es tan frágil el tiempo que corta cuando limpiamos sus cristales.

Los martes en el pueblo eran rutina. Algún entrenamiento de baloncesto alguna tarde; alguna clase particular -¿he dicho ya que no se me daban bien las Matemáticas?-, alguna vez un libro, algún beso a escondidas con tu ex cuando ya no quedaba nada -si alguna vez hubo algo-. Martes era sinónimo de lunes, pero con segundas intenciones y las agujas del reloj que no paraban.

Los miércoles eran punto medio, tan difícil de encontrar en un país de extremos. Los jueves en el pueblo eran un paso más, más cerca del fin de semana, como si la vida te diera la mano y te dijera: ven, hagamos un trato.

Recuerdo los viernes en el parque, al lado de la casa de mi amigo Carmelo. Allí íbamos los demás: Alejandro, Luismi y yo. Un viernes tarde bajo el sol, perdiendo el tiempo frente a la pantalla de un móvil, en un parque donde, a tan solo unos metros, los mayores hacían sus ejercicios, algo de deporte para remover los huesos que se estancan. Si el tiempo no cortara tanto quizá podríamos haber sabido cuántas vidas se escondían detrás de esas miradas cansadas. Los viernes eran caminar desde ese parque hasta el otro lado del pueblo, pasear sin más vicio que hablar, que degustar la amistad, como una piruleta entre los labios.

Los domingos en el pueblo eran el sonido de la campana de la iglesia, que despertaba a los vecinos, los reclamaba entre sus muros, entre la antigüedad de la piedra y el rezo. Las tardes eran poco más que agua estancada. Como el pez, ver que los días de la semana y sus rutinas van cayendo en la pecera, y se quedan ahí flotando, como si te dijeran: ven, guárdame en tu memoria.

El pueblo es mi infancia, mi adolescencia, la pecera en la que aquel pez navega, sintiéndose libre a pesar de sus paredes de cristal. Recuerdo a ese pez y su pecera, en un rincón del salón de la casa, en el pueblo. Lo recuerdo como si ayer rellenara ese agua, a mis ocho años. Cuando me abruma la realidad de una ciudad como Madrid, vuelvo a ser ese niño. Me acero a la pecera de mi olvido, limpio el polvo, echo de menos, y alimento a mi pez para hacer memoria, beber agua y seguir nadando.