viernes, 30 de octubre de 2020
Más amigos como Miguel
domingo, 18 de octubre de 2020
La pecera
Echar de menos es como un pez en una pecera, algo de agua y un cristal, con motas de polvo; una pecera apartada en un rincón del salón de una casa. Echar de menos es eso: un olvido que se guarda, que permanece siempre por encima de nuestra rutina, nuestros altibajos, nuestro miedo. Echar de menos es la patria, el país al que volvemos de un exilio.
Cuando siento angustia en la ciudad,
cuando camino por la calle sin nombre pero con cartera, soy el desconocido. Quizá
un loco o un repartido de propaganda. Bar El Desengaño: buena comida, mejores
cóckteles, algo de felicidad. Ojalá fuera todo así para vivir, no sé si mejor,
pero más feliz por mi ignorancia que por mis hallazgos. Cuando me inunda la
desazón de mi tiempo, cuando la vida llueve por inercia más que por el peso de
sus días, entonces vuelvo atrás. Rebobino las pistas de mi memoria y echo de
menos. Regreso al pueblo, al niño que una vez soñó desde el banco del fracaso,
una mañana de recreo, besar a la chica del último curso, la popular, la que
fumaba un piti a la salida del instituto y compartía risas con sus colegas y
sus chupas de cuero. Cuando me inunda la desazón vuelvo a ese niño de trece
años que vivía en el pueblo. Para saber quién soy, quién quiero ser, hago
refugio en mis recuerdos.
Mi infancia en el pueblo, mi
adolescencia, me pertenecen como el agua a la pecera, como el pez a su hábitat.
Había días de lluvia al calor de un brasero. Los sábados felices en casa de los
abuelos, unas migas recién hechas, recién puesta la mesa, y un gato llamado
Mateo entre las piernas, maullando desde el sonido de la infancia.
Los lunes en el pueblo eran agua
corriendo calle abajo, piedra abajo, hasta desembocar en una alcantarilla. El
olor de la leña en algunas casas, el frío en las manos camino del instituto, el
dolor de los nudillos, de las uñas –rojas como brasas-, el alivio del bolsillo
que da a tus dedos cobijo. Los lunes los recuerdo con el sonido del timbre del
reloj, y llegar justo a tiempo a la primera clase, con los ojos aún dormidos, y
la cabeza en pensamientos que poco tenían que ver con las raíces cuadradas, el
matemático Gauss o las lecciones de Historia. Es tan frágil el tiempo que corta
cuando limpiamos sus cristales.
Los martes en el pueblo eran rutina.
Algún entrenamiento de baloncesto alguna tarde; alguna clase particular -¿he
dicho ya que no se me daban bien las Matemáticas?-, alguna vez un libro, algún
beso a escondidas con tu ex cuando ya no quedaba nada -si alguna vez hubo algo-.
Martes era sinónimo de lunes, pero con segundas intenciones y las agujas del
reloj que no paraban.
Los miércoles eran punto medio, tan
difícil de encontrar en un país de extremos. Los jueves en el pueblo eran un
paso más, más cerca del fin de semana, como si la vida te diera la mano y te
dijera: ven, hagamos un trato.
Recuerdo los viernes en el parque,
al lado de la casa de mi amigo Carmelo. Allí íbamos los demás: Alejandro,
Luismi y yo. Un viernes tarde bajo el sol, perdiendo el tiempo frente a la
pantalla de un móvil, en un parque donde, a tan solo unos metros, los mayores
hacían sus ejercicios, algo de deporte para remover los huesos que se estancan.
Si el tiempo no cortara tanto quizá podríamos haber sabido cuántas vidas se
escondían detrás de esas miradas cansadas. Los viernes eran caminar desde ese
parque hasta el otro lado del pueblo, pasear sin más vicio que hablar, que
degustar la amistad, como una piruleta entre los labios.
Los domingos en el pueblo eran el
sonido de la campana de la iglesia, que despertaba a los
vecinos, los reclamaba entre sus muros, entre la antigüedad de la piedra y el rezo. Las tardes
eran poco más que agua estancada. Como el pez, ver que los días de la semana y
sus rutinas van cayendo en la pecera, y se quedan ahí flotando, como si te
dijeran: ven, guárdame en tu memoria.
El pueblo es mi infancia, mi
adolescencia, la pecera en la que aquel pez navega, sintiéndose libre a pesar
de sus paredes de cristal. Recuerdo a ese pez y su pecera, en un rincón del
salón de la casa, en el pueblo. Lo recuerdo como si ayer rellenara ese agua, a mis ocho años.
Cuando me abruma la realidad de una ciudad como Madrid, vuelvo a ser ese niño.
Me acero a la pecera de mi olvido, limpio el polvo, echo de menos, y alimento a
mi pez para hacer memoria, beber agua y seguir nadando.